3 Microcuentos: El autito gris.
PRIMER MICROCUENTO:
El aire no es el mismo, los edificios parecen vacíos, la
luna parece no dar su luz, el silencio es ensordecedor, solo falta que algo
terrible ocurra. Las condiciones están dadas, la ciudad no es la misma, cumple
las características de un escenario final, de un apocalipsis fatal.
Cada vez me siento más incómodo, una sensación de rechazo
mezclado con melancolía y un vacío existencial enorme, inundan mi ser. Cada vez
esto es más oscuro, solo falta que la luna se apague por completo.
¿Qué es esto que está pasando? ¿De dónde viene este
perturbador silencio apocalíptico? ¿Dónde está la gente? ¿Hay alguien sintiendo
lo mismo que yo en este momento? Más terrorífico aún… ¿Hay alguien? Las calles
están vacías, esto no es bueno. Y entonces, ¿qué hago caminando por Primera
Junta a esta hora de la madrugada? ¿Por qué mejor no me refugio?
No puedo evitar mis pasos… ¿Hacia dónde voy?
SEGUNDO MICROCUENTO:
Ya estoy sobre Acoyte y Rivadavia. El cruce de estas dos
avenidas ensancha aún más el asfalto, generando en mí una sensación mayor de
vértigo y desenmascarando aún más la sensación de desolación que siento y trato
de ocultar siguiendo con la mirada las inagotables pero disparejas líneas que
unen las baldosas. No debí levantar la vista, ahora mis pies están
temblando.
La boca del subte A desapareció. Ni de un lado ni del otro.
La farmacia de la esquina y la galería de acoyte también se invisibilizaron. ¿A
dónde se va todo? Pareciera cómo si un agujero negro estuviese sobre la avenida
llevándose todo, grande e invisible, silencioso pero ensordecedor.
Cada vez el aire es más denso, respirar se está tornando una
labor costosa. El cielo esta cada vez
más cerca de la ciudad.
Mirando el cemento me encuentro
con una cosa que a simple vista es difícil de distinguir. Cada vez es más gris
el cielo, lo que es arriba y lo que es abajo ya no se diferencia tanto. Para
colmo, es algo muy chico. ¡Creo que lo alcanzo a ver! ¡Sí, sí! ¡Sé lo que es!
Es el auto de juguete que mi abuela encontró abandonado en el suelo de un
aeropuerto en Alemania y lo trajo a Buenos Aires para que nosotros, mi hermano
y yo, juguemos con él. Siempre me llamó la atención ese autito, y digo autito
porque sus dimensiones son realmente pequeñas. Debe ser de cuatro centímetros
de largo y dos y medio de ancho. Es mi amuleto de la buena suerte. Siempre me
llamó la atención. De chiquito podía pasar horas en lo de mi abuela apreciando al
objeto ínfimo, pero a la vez tan imponente por su llamativo color plateado. Me
entusiasmaba la idea de jugar a que la mesa del comedor de lo de la Nonna era
la Patagonia y ese autito recorría todos sus rincones. En definitva, proporcionalmente,
las dimensiones no eran tan erradas, más teniendo en cuenta que era tan solo un
niño de cinco años. Lo podía esconder en
mi puño, que sensación extraña y placentera. ¡Cuántos recuerdos familiares
bellos almacena esa minúscula baulera!
¡Me lo llevaría conmigo! Si tan
solo pudiese despegarlo del suelo… No puedo. No se puede ¡Me rindo!
¿Dónde está el autito? Creo que
acaba de desaparecer. No debí invertir mucho tiempo en esto, caí en mi propia
trampa. Ahora solo debo caminar hacia adelante, no permitirme distracciones.
TERCER MICROCUENTO:
Cada vez estoy más convencido de que algo fuerte y arrasador
está por venir. No basta con la desaparición de la boca del subte, la farmacia,
la galería y ahora mi autito. Ni la desolación de la ciudad, que, por cierto,
todavía no me he topado con nadie, ¡ni un extraño!
Esta sensación tan lejana a lo cotidiano y perturbante no
cesa. Por momentos logré convencerme de que me acostumbraría a ella o que
simplemente en algún momento dejaría de punzar, más no veo la hora de que
sienta algún alivio. Lo más cerca que estuve fue cuando recordaba las tardes en
lo de mi abuela, aquellas tardes mágicas que todo hombre en mi situación
anhelaría volver a experimentar.
Me estoy cansando, no quiero caminar más. No es que quiera
mirar atrás, no es que quiera que la marea de oscuridad me atrape, no es que me
entusiasme escuchar la trompeta del apocalipsis, es que simplemente mis pies no
aguantan un paso más. Mi corazón se siente débil, una angustia final me invade.
¡No quiero volverme nada!, ¡No quiero desaparecer! El silencio ensordecedor y
la oscuridad enceguecedora me respiran la nuca, cada vez las siento más atrás
mío.
Cruzo los brazos, me arrodillo, hago una última oración,
miro al cielo, aunque ya no hay cielo, buscando una señal de Dios y cierro los
ojos. Ahora sí, la ansiada no tan ansiada última oleada, llegó. Un ruido
realmente ensordecedor y una vibración que probablemente derrumbó todos los
edificios de la ancha avenida y agrietó las largas cuadras que antes había
caminado, me transportan a otro lugar.
Me siento bien, no sé dónde estoy, pero el dolor ya pasó y
eso es lo que importa. Miro a mi alrededor, solo imágenes confusas. De repente,
veo una mesa. Escucho la voz alegre de un niño que dice: “próximo destino,
Bariloche” y escucho otra voz, un poco más seria, evidentemente es otra
persona: “¡que soñador sos chiquito! Más adelante, cuando seas grande, te voy a
comprar un auto y ¡vas a recorrer todos los lugares del mundo! Ahora, deja eso
de lado que te voy a traer la merienda”
Sonrío y dejo que caigan de mis ojos unas cuantas lágrimas.
Nunca había sido de llorar, muy pocas veces, contando esta serán tres. Miro
arriba, ahora si hay cielo y es muy brillante, agradezco a Dios que respondió a
mi plegaria.
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