Atravesar un océano de soledad. Cuento a partir del secreto.

 

ATRAVESAR UN OCÉANO DE SOLEDAD

 

La figura de un padre quedaba en el muelle y una madre en el balcón que lloraba desconsoladamente opacaba con sus lágrimas el inmenso piso de océano por el que navegaban. Un hombre tocaba melodías tristes en el arpa, acompañando el dolor de ella, o más bien, haciendo que se retuerza entre las blancas sábanas de la cama aferrándose a ellas como si fuese el ancla en puerto antes de zarpar. Y el llanto que no debería ser, fue el presagio que anunció el rompimiento de la promesa sobre retornar. Incluso antes de que ella misma lo supiese. Y el niño, mientras tanto, oía aquel lamento petrificado por desconocer la profundidad de su significado.

Aquella monstruosa nave blanca atravesaba entre viento y vacíos horizontes un inmenso océano de soledad. No solo su espumosa estela dejaba atrás. Quedaba en el muelle la figura paterna de un niño de cuatro años que jamás volvería a ver. Porque a los dieciséis, con el doloroso regreso de aquel rostro, quien estaba atrás de esa mirada ya no parecía ser el mismo nunca más.

Se agrietaba una numerosa familia entre dolores y angustias, entre posteriores hemiplejias y depresiones. Y en el medio, el niño que desconocía el dolor de la pérdida y se encontraba hipnotizado por el tambaleo del barco, se aferraba a los bordes para no caer en un eterno precipicio.

Con el correr de los años, el niño pasó su infancia con el dolor de una madre abandonada, que, aunque tenga a su hijo consigo, no podía ser feliz. Y los lamentos de las tías que defenestraban la imagen de aquel padre, creaban en el niño un caótico escenario mental sobre lo que sería su regreso. Y aquel niño, fue entrando a pesar de su corta edad, en una marea de angustias y torturas que de alguna forma posteriormente iba a descargar.  

Y cuando finalmente hubo llegado, aquel padre trajo entre sus manos un bajo Fender de Londres para su hijo, que, ya atravesando la adolescencia, se había metido en el mundo del rock para expresar sus dolores del alma y para escapar de su torturadora casa, donde la ausencia del padre y los dolores de cada miembro presente cortaban el aire con estruendosos y angustiantes ruidos que delataban la infelicidad familiar.

Y cuando aquella torturadora figura para el niño hubo de partir, se le presentó en un sueño ya de grande con unas valijas en la mano que anunciaban su segunda partida, que esa vez si sería definitiva. Y le anunció sin que el lo sepa, la felicidad por sus futuros nietos que llegarían varios años después, y la felicidad por su futura esposa que en ese momento no mantenían relación alguna. Porque aquella figura podía ver eso y mucho más desde el lugar en el que se encontraba. En el puerto último de la nave blanca, del otro lado del océano.

Un niño apenas, que a tan temprana edad fue soltado a la inmensidad, se desprendía de la tierra firme y miraba tembloroso las olas, creyendo que no pensaba en nada, pero más adelante, con el correr de los años, encarnaría ese instante para ver a través de esos inocentes ojos lo que realmente significaría ese viaje. Las atrapantes olas que se ocultaban a medida que el sol caía por el infinito horizonte, la figura aquella cada vez más atrás, el incesante llanto de la madre que diluviaba encima del mar, forjarían su destino, sus dolores, sus vivencias, su alma y su camino espiritual hacia el destino donde realmente encaminaba el transatlántico.  Y fue tras las rejas de unos bellos jardines por las tierras prometidas años después, jardines que en sueños anteriores visitó, que sintió que su alma al fin había llegado a la ribera eterna.

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