Mientras otros roban el oro. Cuento policial.
“Mientras
otros roban el oro”
La
noticia sobre el brutal asesinato del joven Hernán Duarte conmocionó a todo el
pueblo.
La
última vez que había ocurrido algo así, se trató de un ajuste de cuentas por
narcotráfico. El hijo de la señora Jaqueline, junto a dos amigos, había
decidido emprender una aventura que terminó en tragedia: robar dos kilos de
cocaína de un camión de narcos. Los cuerpos fueron hallados en una zanja a
veinte kilómetros del portón principal, en dirección al sur.
Tiempo
después, se esparció el rumor de que el vehículo pertenecía al gobernador
Enrique Justerman, y los asesinos eran parte del personal de seguridad que él
había contratado para cuidar su mercancía.
Hasta
el día de la fecha, no se pudo corroborar si esa información era verídica o no.
Pero el conmovedor llanto de la madre en declaraciones públicas, sumado a la
euforia de un pueblo abandonado por los años, que de alguna manera buscaba
expresar su resentimiento disfrazado de justicia y empatía, bastaron para que
muchos creyeran esa historia.
A
los pocos días, un grupo de vecinos armados desvalijó la casa de Enrique y robó
sus pertenencias de mayor valor: un reloj de pie antiguo, las llaves de su
camioneta y sesenta mil dólares que guardaba en un sobre detrás del cuadro del
baño principal.
Como
si eso fuera poco, decidieron tirar la camioneta al lago y prender fuego la
casa. El perro negro de los Justerman, que se encontraba dentro en el momento
del incendio, falleció por asfixia.
Nunca
más se supo del gobernador ni de su familia. La última vez que se los vio fue
en un auto que circulaba por la ruta que va a Río Negro, a media hora de su
residencia.
Al
pueblo siempre le pasaron cosas malas. Nunca hubo turismo. La ciudad más
cercana estaba a seiscientos kilómetros. Las calles olían a profundo rencor y
las estructuras parecían pudrirse. Hasta las flores parecían marchitarse antes
de abrir. Uno aprendía rápido que este no era un lugar para quedarse mucho
tiempo en el poder. La gente no confiaba ni en el de al lado. Y, sobre todo,
eran personas muy supersticiosas. Si la tierra un día decidía tragarse al
pueblo, nadie se daría cuenta.
“Yerba
mala nunca muere”, dice el refrán, y los pueblerinos se caracterizaban por
vivir mucho. Sonaba contradictorio: actuaban como si odiaran su vida y sus
condiciones, pero vivían con un constante miedo a ser robados o asesinados, y
podían hacer cualquier cosa por proteger lo suyo, incluso matar.
Era
un pueblo insensible. Nunca hubo fraternidad ni camaradería. Si se les moría
alguien al lado, seguían de largo. Nadie sentía afecto por los demás, solo por
sí mismos.
Dos
razones vienen a mi mente para justificar esto: la primera, probablemente la
soledad que se respiraba en este lugar abandonado volvía locas y apáticas a las
personas. La segunda: no había escuelas ni facultades, nadie enseñaba
matemáticas ni religión. No se sabía lo que era el bien o el mal, ni existía el
razonamiento científico.
Eso
sí, con el tema de las supersticiones, se estudiaba como ciencia y se aplicaba
religiosamente. Que si se cruzaba un gato negro, si se pasaba la sal de mano en
mano, si uno pasaba por debajo de una escalera abierta...
La gente, conmovida para nada por la muerte
del perro asfixiado pero sí enamorada de los rumores, había desarrollado uno
nuevo: el del perro negro.
Se
decía que, si se le aparecía un perro negro a alguien, eso simbolizaba que
había recibido la sentencia de su muerte y que, en menos de veinticuatro horas,
iba a morir. Algunos agregaban que ese perro era siempre el mismo, el espíritu
del perro de Justerman.
Unos
años después, el joven Hernán Duarte, de tan solo veintidós años, apareció en
el pueblo. Su aspecto distaba mucho del de un pueblerino, y mucho menos de uno
resentido que vivía rodeado de soledad. Su personalidad sobresalía entre el
resto. Desde ese día, todo empezó a florecer.
Poseía
una capacidad única para transformar mentes. Se dedicó exclusivamente a
recorrer todas las casas para hablar con las personas y establecer un vínculo
amistoso. Algunos creían que era un alma brillante, y otros, que era un
manipulador que quería algo oscuro.
Rápidamente
consiguió muchos amigos. Parecía un mesías. Despertó sentimientos en quienes
parecían muertos por dentro. Se dedicó a difundir mensajes de amor y unidad
basados en Cristo, aunque la gente no lo conociera; eso era un punto a favor.
Trajo
la religión al pueblo. Promocionó La Biblia y fundó un centro de educación
gratuito sobre matemáticas, física y literatura. Curiosamente, él daba todas
las clases. Parecía que sabía de todo. O quizás, decía barbaridades que no
parecían tales ante los ojos de los ingenuos.
Poco
tiempo después, cuando ganó la confianza de la mayoría del pueblo, decidió
autoproclamarse gobernador. Probablemente, este suceso fue el que más revuelo
causó.
Pero
como no había mucho que discutir —la gente necesitaba a alguien que los
ordenara, y no había mejor candidato—, el pueblo lo aceptó.
Al
principio todo parecía progreso. O mejor dicho, los medios se encargaban de
pintar que las cosas iban bien. Los medios eran dos amigos inseparables de
Hernán: Marco, un hombre bajo y robusto con una risa contagiosa, que siempre
llevaba un cigarrillo colgando de la boca; y Luis, delgado y callado, con gafas
oscuras que ocultaban sus ojos y una actitud siempre vigilante y calculadora.
Todos
los domingos, en la plaza central, estos dos individuos se encargaban de dar un
informe sobre todo lo que hacía el gobernador. Marco, con su voz estridente y
teatral, exageraba las “hazañas” de Hernán, mientras Luis se encargaba de
mostrar gráficos y cifras falsas que sustentaban sus mentiras.
Las
informaciones eran esperanzadoras: “Hernán va a conectar al pueblo con una gran
ciudad”, “Hernán va a ampliar los centros educativos”, “Hernán esto, Hernán lo
otro...”.
Fue
tanta la influencia de estos dos amigos, que los pueblerinos empezaron a
idolatrar a Hernán, llegándolo a considerar un Enviado Divino. Y era tanto el
fanatismo, que la gente se olvidaba de si lo que decían se estaba cumpliendo o
no.
Nunca,
pero nunca, se podría pensar que Hernán estaba robando, mintiendo o trabajando
para otros. Él siempre pedía paciencia, porque el progreso era un camino largo
y sinuoso.
Si
había algo que sabía hacer Hernán, era dar en el talón de Aquiles. Él siempre
decía:
—Tengan
cuidado con el perro negro, porque en cualquier momento puede aparecer por las
calles. Mejor será que no lo vean, porque… ya saben lo que pasa después.
Esta
advertencia calaba hondo en la mente de los habitantes. La superstición era más
que una creencia: era la herramienta perfecta para silenciar críticas,
controlar miedos y mantener a todos bajo su poder.
Pasó
el tiempo, y como el progreso no llegó, algunos empezaron a preocuparse. El
pueblo comenzó a inquietarse, y cada vez se veían más carteles pintados en las
paredes que decían: “El perro negro no existe, y el progreso tampoco”.
Hernán,
preocupado por la situación, decidió dar una conferencia. Trató de calmar las
aguas y aseguró que el progreso estaba, solo que era difícil percibirlo tan
rápido. La gente, ingenua, decidió creer una vez más.
Fue
entonces cuando Hernán y sus dos amigos idearon un plan. Decidieron asesinar al
carnicero Oscar en medio de la noche.
Lo
mataron silenciosamente, y al día siguiente, la gente se espantó. Pero lo mejor
no era eso: colocaron un perro negro muerto dentro de la carnicería para
cumplir con la profecía.
Cuando
Hernán, el salvador que todos necesitaban, habló en público para aclarar lo
sucedido, explicó que el “querido Oscar” había muerto porque vio al perro la
noche anterior. Y que él y sus amigos se habían encargado de matarlo para
cortar la maldición y evitar que el pueblo se alterara.
Fue
en esa conferencia, mientras Hernán —feliz de la vida— creía que su plan había
resurgido, que ocurrió lo inesperado.
Desde
siempre, supe que Hernán no era un santo. También conocía sobre el oro que
yacía bajo las tierras del pueblo. Solo los que alguna vez fueron gobernadores
podían saberlo. Nunca había matado a nadie, ni siquiera sabía gatillar un
revólver. Tampoco era noble: yo también quería robar el oro. Pero cuando escapé
con mi familia, y logré salir de esta vorágine de soledad, egoísmo y locura,
aprendí que no valía la pena ser una persona miserable. Al principio, pensé en
volver por el oro, pero con el tiempo entendí que escapar con vida ya era
suficiente.
Duarte
había planeado todo fríamente. Los tres cuerpos en la zanja eran él y sus
amigos. ¡Simularon una escena del crimen! Al fin y al cabo, ¿quién podría
corroborarlo? ¿Quién me creería si contara la verdad? No valía la pena
esforzarme, solo arriesgarme a que me mataran. A mí o, peor aún, a mi familia.
Nunca
hubo drogas en el camión. Lo que había dentro era el oro del pueblo, que yo
estaba por llevarme. Y ahí apareció Jaqueline, que ideó toda la farsa desde un
principio, manipulando los rumores y las creencias para mantener el pueblo bajo
control. Todos le creyeron, porque, de todos modos, es muy fácil mentirle a los
ignorantes. Es fácil dominar un pueblo sin educación, que se está volviendo
loco.
Me armé de coraje y avancé entre la multitud.
Una vez lo suficientemente cerca de Hernán, que se encontraba en la tarima,
levanté el arma. Le apunté con seguridad y disparé.
El
estampido retumbó como una explosión contenida durante años.
Hernán
cayó de espaldas, con los ojos aún abiertos. Por un instante, nadie se movió.
El pueblo entero enmudeció.
Algunos
huyeron entre gritos; otros, simplemente se quedaron inmóviles, observándome.
Subí a la tarima. Desde allí, podía ver sus rostros: los mismos que habían
adorado al falso mesías, los mismos que habían callado por miedo o
conveniencia. El silencio era tan espeso que casi dolía.
Respiré
hondo. Mi voz salió grave:
—¡Sigan buscando al perro negro! —grité—.
¡Mientras tanto, otros se encargan de robarles el oro!
Nadie respondió. Bajé lentamente los
escalones de madera y empecé a caminar por la calle principal. Ya no sabía si
huía o si por fin me había liberado.
Entonces, una voz cortó el aire:
—¡Cuidado!
Me giré de golpe, sin entender.
Y lo último que vi fueron los ojos
brillantes y la boca abierta de un perro negro, saltando hacia mi cuello.
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