Texto libre a partir del 24m. "Franklin 519"

 

FRANKLIN 519

 

Pasaba la semana esperando a que fuera domingo. Era el día de ir a visitar a mi abuela Nélida, que vivía en Franklin al 519. A unas pocas cuadras se encontraba el Parque Centenario. Ir ahí era, sin duda, mi actividad favorita.

Me levantaba a eso de las 11 a.m. porque me gustaba seguir de largo los domingos. Me pegaba una breve ducha de cinco minutos y, una vez listo, desayunaba algo liviano. No quería llenarme mucho porque sabía que poco tiempo después me esperaban los deliciosos platos de mi abuela. Mi papá me esperaba sentado en el sillón del living, al lado de la mesa donde comía, mientras discutía por temas laborales. Nunca me gustó escuchar sus peleas con clientes, menos mientras intentaba desayunar, pero nunca le decía nada porque de todos modos me iba a ignorar. Igual yo era feliz porque sabía que, en ese instante, Nélida se encontraba en su cocina haciéndome el almuerzo y me distraía pensando en cuál sería el plato con el que me iba a sorprender. Al terminar de desayunar, le hacía un gesto con la cabeza a mi papá para no interrumpirlo con palabras, y él se levantaba inmediatamente para agarrar las llaves del auto y salir.

 Al llegar a lo de mi abuela, teníamos que tocar bocina porque su timbre no andaba, y esperar unos eternos diez minutos a que saliera a abrirnos. Mientras tanto, escuchaba las palabras de Antonio, que decía: —Cada vez está más sorda mi mamá. O: —¡Siempre hace lo mismo! ¡Si sabe que a esta hora llegamos siempre! ¿Por qué no sale a esperarnos antes?

 Mientras tanto, yo miraba una y otra vez por la ventana a ver si veía algún movimiento en la cocina que daba a la calle, pero nada. Siempre llegábamos cuando se encontraba preparando la cama donde iba a dormir la siesta después, cuando ponía la mesa o cuando estaba en el baño. Y por eso había que esperar.

 Al final, ella salía con una sonrisa de oreja a oreja que hacía enternecer a mi papá y arrepentirse de toda la bronca que había descargado contra ella minutos antes, y a mí también me ponía muy contento.

  Me saludaba a mí primero y me daba un abrazo sorprendentemente fuerte —o fuerte para un niño de siete años que desayunaba liviano—, y luego miraba hacia el auto, donde seguía sentado mi papá, y se acercaba para saludarlo. Lo saludaba un poco más serio, pero con el mismo amor que a mí. Le preguntaba si necesitaba plata, si estaba feliz, cómo estaba mamá, si necesitaban lavar ropa, y siempre —pero siempre— terminaba encontrándole una mancha en la camisa de Toni que desencadenaba en una discusión más. Al finalizar el drama, Nélida le preguntaba si quería comer, que había hecho comida para cuatro, pero él decía que no porque tenía que trabajar y le agradecía. Por dentro sentía felicidad cuando rechazaba la invitación. Sabía que, si aceptaba, en el almuerzo se la iban a pasar discutiendo por temas económicos y políticos, y yo quería charlar con mi abuela de cosas más importantes. Además, el domingo era mi día. No tenía que haber otra prioridad que yo ante los ojos de mi abuela. Ella siempre fue muy buena conmigo, pero mi papá la sacaba de sus cabales. No podía disfrutarme al máximo. Sin embargo, tengo que admitir que al final sentía culpa por haberme alegrado de que se fuera.

 Él no era malo, era nervioso y siempre cargaba en sus ojos una mirada triste que parecía de culpa. Pero sé que él nunca habría matado a alguien. Era feliz con su esposa y a mí me quería mucho, aunque no me lo demostrara tanto como hubiese querido. Era un poco reservado. Mamá, en cambio, era mucho más expresiva y compensaba todo el afecto que necesitaba. Eso sí, tenía mucho carácter y también era nerviosa.

  La casa de mi abuela era un poco antigua. Tenía olor a viejo, y eso no me gustaba mucho. Tampoco me atraía el ruido al pisar la madera crujiente, y menos los azulejos negros y blancos del piso de la cocina, que no pegaban ni con cinta. Ahora sí, el olor a comida casera opacaba cualquier desperfecto. Sumado a eso, el living concluía en un ventanal corredizo que daba a un enorme jardín lleno de palmeras y flores de todos los colores. El jardinero Julio siempre se encargaba de dejar el césped prolijo. Había una imponente fuente de color dorado en el medio del jardín, en la que cualquier tipo de ave se posaba para beber un poco de agua y refrescarse. Generalmente, aparecían colibríes.

  Por último, un camino de piedras conducía hacia el fondo, donde se encontraba un quincho para comer asado y un baño en desuso que se usaba como depósito de diarios y cajas.

  Mientras comíamos el almuerzo, escuchábamos las canciones del álbum Vida de Sui Generis, mi disco favorito. Nélida tenía una torre de CDs apilada al lado del televisor y una casetera vieja pero resistente de color plateado. Yo era el que elegía los discos; mi abuela no conocía mucho sobre el rock. Le gustaban algunas canciones de los Beatles y, a nivel nacional, seguía a Vox Dei. Yo era chiquito y no entendía mucho las letras, pero por alguna razón me generaban muchas emociones. En esa época solía escuchar mucho a Charly y a León Gieco.

  Charlábamos de muchas cosas en la mesa. Ella me preguntaba cómo me iba en el colegio y si tenía alguna novia. También me contaba las anécdotas de mi papá de chico y lo enamorado que estaba de mi mamá en su juventud.

  Al terminar de comer, era inevitable el bostezo. Ahora sí, había comido mucho y toda la sangre se me había ido a la panza. Parecía que la comida de mi abuela tenía algún sedante. A Nélida le causaba risa cómo abría la boca y me decía que me fuera a acostar, que ella se encargaba de lavar. Para no quedar tan mal, levantaba los platos, y después me acostaba en la cama de una pieza que era exclusivamente mía.

   Siempre me llamó la atención la baulera de madera gastada, pero con terminaciones de oro, que se encontraba a la derecha de la cabecera. Lo más curioso es que estaba cerrada con candado y la llave nunca la vi. Tampoco me animé a preguntar qué había adentro. Le tenía cierto respeto a ese objeto misterioso. Sentía que, en caso de querer ver qué escondía ese cofre, mi abuela se enojaría conmigo.

  Así como la baulera, había muchas cosas misteriosas en la casa: una pieza clausurada a la que no se podía entrar, instrumentos musicales que nadie sabía tocar, y algunas ropas al estilo Sui Generis que estoy seguro de que mi papá nunca usó.

  Cuando le preguntaba sobre estos misterios, notaba que algo en su rostro cambiaba y su voz parecía quebrarse. Y, para ahorrarme un disgusto, prefería terminar cambiando de tema. Hasta algunas veces la alcancé a ver llorando mientras ella creía que yo dormía la siesta.

  Mi abuela tenía actitudes extrañas: nunca me decía qué había en la baulera, por qué estaba bajo llave una habitación, jamás me dio alguna pista de por qué lloraba a escondidas. Llorar no es algo malo, llorar nos hace buenos. ¿Por qué tenía que ocultarse para hacer algo tan humano? A mí no me molestaría verla llorar, por el contrario, podría ayudarla.

 

Todos en mi familia eran un poco misteriosos. A veces me hablaban con cierta compasión y me miraban con lástima. Y eso me incomodaba mucho. Me sentía un pobrecito, y no me gustaba. Parecía la oveja negra de la familia, alguien excluido. Yo quería que me trataran normal. Sin embargo, ellos eran muy buenos conmigo y yo tenía que agradecerles.

  Luego de las siestas venía la mejor parte: ir al Parque Centenario. Nélida me despertaba a eso de las dos de la tarde y me decía que me preparara para salir. Prepararme consistía en lavarme la cara, tomar la chocolatada que me dejaba arriba de la mesa, comer una fruta que ponía al lado y esperar a que ella terminara de arreglarse. Siempre se ponía un vestido floreado para salir.

  El camino de ida era algo mágico. Los rayos del sol pegaban en el asfalto, generando en mí una sensación de alegría enorme, el viento me refrescaba la cara y me despeinaba el jopo, y caminaba de la mano con mi abuela, a la que quería mucho. Sabía que cada vez faltaban menos pasos para llegar al gigante espacio verde donde me esperaban mis amigos con una pelota para jugar, donde estaba la chica que me gustaba con su abuela y su caniche, donde estaban los enormes peces y patos en el estanque, y donde yo, sin duda, era más feliz.

  Primero jugaba el partido de fútbol. Martín, Julián, Lucas y el nieto de la amiga de mi abuela —que siempre me olvido el nombre— jugaban en mi equipo. Siempre ganábamos y yo era el que más goles metía.

  Después me iba a donde estaba mi abuela y nos comprábamos una Coca grande y unos sanguchitos de miga para comer. En ese momento nos poníamos a hablar de la chica que me gustaba. Y justo, cuando hablábamos de ella, aparecía con su abuela y su caniche. Parecía a propósito. Se sentaban cerca. Mi abuela decía que fuera y le hablara, pero yo no me animaba. No quería interrumpir el diálogo con su abuela, y mucho menos quería que me ladrara el caniche.

  Cuando se hacía más tarde, iba a dar vueltas por el parque solo y ese era el momento que más me gustaba. Caminar solo me hacía sentir grande, independiente. Iba directo al estanque a ver a los peces y a los patos. Después buscaba a alguien con una guitarra para escuchar algo de música. Al menos uno había. Me sentaba y escuchaba sus canciones. Cuando tocaban alguna de Charly, me emocionaba y la cantaba con ellos. Todos se sorprendían de que un niño tan pequeño estuviera solo y cantara canciones de rock. Siempre me gustaron los músicos. Son personas muy humanas y sensibles. Me alegraban la tarde con su energía para tocar el maravilloso instrumento. Yo quería aprender a tocar. Algunos me enseñaban un acorde y otros no. Aprendía rápido, pero después me olvidaba. Tampoco podía estar mucho tiempo lejos de mi abuela porque, a eso de las seis, ella me iba a empezar a buscar por todas partes para emprender la vuelta.

Cuando volvíamos, el camino era muy triste. Ya no estaba el sol brillante, el viento se volvía molesto porque era muy frío, y ahora tenía que volver a casa. Pero a mi casa. Aprovechaba en el retorno para pedirle a mi abuela que me comprara una guitarra, pero ella ponía cara seria y no me respondía. No quería que fuera guitarrista. Por alguna razón, yo estaba convencido de eso.

  Así pasaron los días de mi infancia. Todo era normal y me sentía feliz. Amaba los domingos, amaba a mi abuela y amaba el Parque Centenario. A mis papás también los amaba, pero de otra manera. En el colegio me iba bien, tenía pocos amigos pero que valían mucho y cada vez sentía un interés más grande por la música. Parecía vivir la vida de un chico normal. Un chico…

 

  El 6 de marzo del 88 cumplí nueve años. Recuerdo que fue un día muy especial. Mi abuela Nélida me regaló mi primera guitarra. Una guitarra de color marrón oscuro y clavijas doradas. Su resonancia era casi perfecta. Daba gusto agarrarla porque era liviana. Se sentía suave al tocar.

 Desde que llegó a mí, no la volví a soltar jamás. Comprendí que me acompañaría toda mi vida y que tenía que darle mucha utilidad porque ese instrumento, sin duda, tenía mucho que contar.

 Me la pasaba tocando horas por día en mi habitación, al punto de que a veces ignoraba el llamado a comer para seguir aprendiéndome alguna canción. Progresé bastante rápido y a los seis meses empecé con los conciertos en el parque. Cada domingo, acompañado de mi abuela y mi guitarra, armaba espectáculos en el Centenario tocando canciones de Sui Generis y alguna de León.

  Poco a poco se fue esparciendo la voz del chico que tocaba la guitarra, y cada vez más gente venía a escuchar.

  Mi paradero era cerca de la entrada principal, al lado de la cancha de fútbol donde jugaba, debajo de un gran árbol que propiciaba sombra para todos. Allí donde Nélida y yo nos sentábamos siempre a descansar y hablar de Luciana.

  Mi voz todavía era muy aguda y la guitarra me quedaba muy grande. Sinceramente no era mucha la calidad de música que podía ofrecer, pero lo que sí sorprendía era la emoción con la que cantaba. Dejaba el alma en cada nota de la canción y había emocionado a más de uno.

  Tocar la guitarra y cantar públicamente podría haber sido una buena forma de conquistar a Luciana, la chica que me gustaba. Lastimosamente, uno de los domingos en los que toqué para una ronda, ella se acercó de la mano con otro chico y fue entonces cuando, por dentro, estallé. Mi corazón de niño se rompió en mil pedazos y desde ahí comencé a componer temas propios. Nélida, en el viaje de vuelta, me retaba por no haberme animado a hablarle en su momento y yo solo quería encerrarme en mi pieza y llorar.

  Una tarde de invierno, a eso de las cinco y media, ya oscureciendo, pasó algo que nunca olvidaré. Esta vez, mi abuela no me había acompañado al parque, por lo que estaba solo. No había ningún testigo más que yo de lo que estaba por suceder.

  Caminaba con mi guitarra en la espalda, sin prestar mucha atención a mi alrededor. Miraba al piso, afligido de amores, y mi mente solo pensaba en aquella triste escena en que la chica que me gustaba había aparecido de la mano con otro. Volvía de tocar en el parque para un público de aproximadamente treinta personas. No había estado nervioso y había acertado en todos los acordes. Además, un señor que quedó maravillado por mi voz y por cómo tocaba la guitarra siendo tan pequeño, me había invitado una Coca-Cola y un alfajor triple de chocolate, por lo que debería estar feliz. Sin embargo, la amargura de haber perdido la oportunidad con el amor de mi vida, Luciana, opacaba el resto de las cosas buenas que podían suceder.

 Fue en ese instante, cuando colmado por el dolor y la amargura del desamor, vi a Daniel, que en ese entonces no sabía quién era.

  Un joven que aparentaba apenas diecinueve años y tenía aspecto rockero, parecido en vestimenta a los músicos que veía en las tapas de los discos de Neli, se encontraba sentado en una esquina no muy concurrida del Centenario. Sobre la entrada lateral, donde estaba la feria.

 Su ropa estaba un poco desgastada, su pierna izquierda bailaba frenéticamente, su pelo rizado se parecía al mío, y en la muñeca de su mano derecha colgaba una pulsera de perlas negras muy llamativa. Pero lo que más me llamó la atención fue la guitarra que estaba apoyada sobre el empeine de su pierna izquierda, y que sostenía agarrando el clavijero con las dos manos. ¡Era idéntica a la mía!

  Sus ojos estaban clavados en mí. Su mirada era confusa. Por un lado, demostraba tristeza y dolor, parecido al dolor que reflejaba la mirada de mi padre Antonio. Por el otro, demostraba un profundo amor y una gran admiración por mí, como si me conociera de toda la vida.

Parecía que pronto se iba a ir, por lo que decidí acercarme.

—¿Cómo te llamás? —y— ¿Por qué tu guitarra es igual a la mía?

Fue lo primero que se me ocurrió preguntarle mientras me acercaba hacia él. Un silencio incómodo fue la primera respuesta que obtuve. Como era muy tímido, no me animé a repreguntar. Decidí darme la vuelta para irme a casa. Pero ahora sabía, después de lo que me pasó con Luciana, que si por timidez no arriesgaba cuando era necesario, me iba a perder grandes oportunidades en la vida. Entonces, sabiendo que este misterioso hombre tenía algo que decirme, decidí dar un salto por fin.

  Pregunté nuevamente lo mismo. Levemente, los labios del hombre se ondularon denotando una sonrisa tierna y compasiva sobre mí. Parecía que había leído mis pensamientos y le causaron gracia.

—Daniel —me contestó—. Y vos sos Amadeo, Amadeo Castillo…

 Cuando vi que acertó mi nombre y mi apellido, entendí que aquel joven era mucho más misterioso de lo que pensaba, y que probablemente sabría mucho más de mí que simplemente eso. Fue tanto mi asombro que pasé por alto que no había respondido la segunda pregunta y, probablemente interrumpiéndolo, le repliqué:

—¿Cómo sabés mi nombre y mi apellido?

 Daniel rió y dijo:

—Porque yo te conozco más que cualquier otra persona. Estoy siempre observando tus pasos e inspiro tu desarrollo como artista. Y tenés un muy buen futuro, te lo garantizo.

  Luego de pronunciar esas palabras desconcertantes, se agachó para ponerse a mi altura y me dijo con un tono de voz más serio:

 —Nunca dejes de cantar canciones, porque la música nos vuelve más humanos y nos hace más espirituales. Une a la gente en un propósito colectivo y genera conciencia social. En las canciones que cantás hay muchos nombres que intentaron ser borrados por algunos monstruos, pero en tu poderosa voz, Amadeo, se enaltecen nuevamente.

  Estas palabras profundas y sentenciantes, que con el paso de los años pude entender mejor, me conmovieron en lo más profundo del alma siendo tan solo un niño de nueve años. Escuché atentamente lo que me dijo y quedé deslumbrado.

  Una vez que hube recuperado el hilo, le pregunté a Daniel, que me miraba con admiración porque sabía que había entendido sus palabras:

—¿Y vos hacés música? ¿Tocás por acá? ¿Cuándo te puedo escuchar?

 Daniel me miró serio. Su mirada triste predominó esta vez.

 —Hace algunos años solía tocar en este parque con esta misma guitarra. Adoraba hacerlo. Cantaba canciones de León y de Charly, y también componía temas propios. Pero lamentablemente, los monstruos de los que te hablé, en ese momento eran muy poderosos y se encargaban de silenciar a toda persona que expresara un ideal noble.

 —¿Y a vos te silenciaron? —pregunté, inocentemente.

—Ya no estoy tan acá como parece. Probablemente esta sea la última vez que te vea, Amadeo. Pero no estés triste, en tus canciones vas a escuchar mi voz siempre. La mía y la de todos los que fuimos silenciados. Ustedes tienen el poder de honrarnos en su arte y revertir la historia para no repetirla.

 Luego de decir eso, me dio un beso bien fuerte en la frente, me sonrió y me miró esta vez con ojos de admiración. Cerré los ojos porque me sentía muy seguro a su lado y me hundí en su abrazo eterno.

 Me acordé que tenía que decirle algo y rápidamente levanté la mirada, pero a Daniel no se lo veía más.

 Debo confesar que no me puse triste porque Daniel se hubiera ido. Tampoco cuando, años después, me enteré de que él fue mi padre biológico y que Antonio, en realidad, era mi tío, y mi mamá, mi tía. De todos modos, Antonio y Aldana siempre van a ser mis amados padres, aunque no tengamos muchas cosas en común.

 Sí lloré cuando murió Nélida, a quien siempre quise mucho. Se fue sin poder vencer la timidez para contarme la verdadera historia. Nunca se animó a decirme por qué lloraba a mis espaldas. Pero desde donde se encuentra ahora sabe todo. Y sabe que yo hablé con su hijo. Y yo sé que ella lo hizo para protegerme.

 Su casa fue desvalijada y todas sus pertenencias —como la casetera, los CDs, los instrumentos, la baulera y la ropa, que era todo de Daniel y me hubiese gustado conservar— se vendieron. Y con el correr de los años, su casa, junto a muchas otras pegadas, fue derrumbada.

 Franklin 519 ahora es un teatro donde tocan muchos músicos importantes.

  Da la casualidad de que esta noche toco ahí. Se estima que aproximadamente asistirán tres mil personas. No estoy nervioso, estoy feliz.

 Hoy se cumplen cuarenta y seis años de que silenciaron a Daniel, días después de que nací yo.

 Tengo muy presentes sus palabras antes de salir a tocar. Los monstruos ya no están, no hay que asustarse. Cantamos para inmortalizar los ideales de aquellos que no están, y cantamos para que sus almas vengan un rato con nosotros. Cantamos juntos para generar conciencia y para que la historia no se repita.

 En realidad, ellos no pudieron ser silenciados, jamás. Sus ideales se transmiten de generación en generación, ya que hoy mis hijos cantan las letras que pude rescatar de la baulera de Nélida. Las letras de aquel joven: Daniel Castillo.

 Mis dos hijos están aquí presentes y eso me pone muy feliz: Daniel, en honor a su abuelo, y Nélida, en honor a su bisabuela. También están Tony y Aldi, que los aprecio mucho.

  Y quien me acompaña siempre a todos lados, la madre de mis hijos, mi amada esposa: Luciana.

 

   Ari Capalbo

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